ECM de Richard B
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Descripción de la experiencia:

En el verano de 1960, estaba aprendiendo esquí acuático tras el pequeño bote de mi tío con capacidad para varias personas. Impaciente por volver a practicarlo, acepté la oferta de otro hombre que tenía un bote más potente. Estaba asombrado de “cómo” de dura se sentía el agua a mayor velocidad. Justo cuando decidí saltar la estela del bote hacia la derecha a aguas más tranquilas, el piloto decidió dar un giro brusco hacia la izquierda. El efecto látigo de la maniobra me propulsó a más velocidad todavía por encima del agua (“restallar el látigo”) y perdí mi sujeción a las dos cuerdas.

Testigos presenciales me dijeron más tarde que rodé varios metros, como una piedra dando saltos sobre la superficie del agua. Me sumergí con los pies por delante y el cinturón salvavidas se me subió hasta las axilas y expulsé el aire que llevaba dentro. Mi primera zambullida en el agua fue más profunda que cualquier otra previa, porque podía sentir la mayor presión del agua y el mayor enfriamiento, cuanto más hondo me sumergía. Tras esa inmersión inicial, luché por alcanzar la superficie y boqueé buscando aire, pero seguía inhalando agua de las olas que me lamían la cara. Me hundí bajo las olas de nuevo tratando todavía de conseguir aire y luché por alcanzar la superficie. Cuando me deslicé bajo las olas por tercera vez, ¡todo cambió!

Me envolvió una especie de cálido resplandor dorado, el ronroneo de los otros botes en el lago se transformó en la más hermosa música que jamás escuché, como si mil coros mormones y orquestas de Filadelfia estuvieran tocando. En vez de luchar contra ello, metí la barbilla en el pecho, apreté las manos contra los costados, e inicié una placentera inmersión hacia las profundidades. El “resplandor dorado” se transformó en una “neblina dorada” mientras lo más relevante de mi vida destellaba en mis párpados cerrados como si estuviera viendo una película. Cuando la “película” terminó, comencé a ir a través de un túnel dorado esperando con interés reunirme con sombrías figuras al otro lado, sombras que sentía eran parientes fallecidos hace mucho. Repentinamente, fui abrupta y violentamente arrastrado hacia atrás a través del túnel.

Me encontré en el bote cabeza abajo con las piernas colgando fuera borda, mientras el piloto y el socorrista, navegando a lo largo, se dirigían hacia la orilla lo más rápido que podían para notificar un ahogamiento. Los rebotes de la barca en el agitado lago proveyeron aparentemente “respiración artificial”, que expulsó el agua de mis pulmones y me hizo respirar de nuevo. Ya me encontraba bien cuando alcanzamos la orilla, donde me senté a descansar en la playa durante una media hora y luego salí otra vez a esquiar, porque sabía que si no lo hacía, nunca sería capaz de volver a esquiar.

El socorrista me dijo más tarde que se había sumergido varias veces intentando encontrarme y salvarme y estaba a punto de abandonar. Decidió sumergirse una vez más y su mano tocó mi cabeza, calcula que a unos 5 ó 6 metros de profundidad y hundiéndome rápidamente. Aunque yo no lo recuerde, dijo que luché con él como si no quisiera ser rescatado, y esto ocurrió aproximadamente cuando estaba viviendo la fantástica experiencia.

Desde entonces, desde que experimenté la muerte, muerte y agonía no son preocupaciones para mí. De niño, me preguntaba por qué en la iglesia la gente cantaba y hablaba de ir un día al paraíso, pero cuando la muerte ocurría la familia lloraba. En consecuencia, creía que la agonía era una mala experiencia, pero que una vez en el “paraíso” todo iba bien. Después de mi experiencia, la muerte y la agonía no son malas experiencias, sino al contrario muy agradables.

Nunca se lo conté a nadie hasta que me casé en 1963 y se lo dije una noche a mi esposa. Poco tiempo después, Elisabeth Kübler-Ross y el Dr. Raymond Moody empezaron a hablar y a escribir sobre la vida después de la muerte.