Badtzmaru ECM
Home Pagina ECMs actuales Comparta su ECM



Descripción de la experiencia:

Mi cita al médico y al Hospital agendada para el Lunes 10 de Mayo, se suponía que no iba a ser nada más que una mera rutina. Desde los cinco meses anteriores, había ido perdiendo gradualmente mi apetito y no lograba comer más de unos treinta gramos de comida al día. Mi peso había caído desde 86.200 Kg hasta 63.500 Kg. Mis ropas se me caían y mi cuello y articulaciones me dolían tanto que me era muy difícil permanecer de pies, sentarme, caminar o conducir. Tenía poca energía pero no tenía idea sobre qué andaba mal. Habiendo obtenido poca ayuda de los médicos en Inglaterra, yo regresaba a fines de Marzo.

No sabía la magnitud de mi enfermedad mientras esperaba en la sala de espera del doctor en el hospital para una cita de rutina. Nunca entraría a esa cita. Al entrar a la sala de examen, comencé a perder la conciencia y entré en coma. Al volver en mí, me encontré sentado en una silla de ruedas en un pasillo durante un muy largo tiempo con un dolor increíblemente agudo en la parte posterior de mi cabeza. En última instancia había sido llevado a una habitación y trasladado a una cama. Intenté dormir a través del ardiente dolor de cabeza, y por último perdí el conocimiento.

No había dormido mucho cuando de una manera que no lograba comprender, había sido transportado a un lugar completamente diferente, con el dolor quemante de mi cabeza milagrosamente desaparecido. Parecía encontrarme en un gran túnel que llevaba a algún lugar. El túnel guardaba la forma de un gran arco romano y estaba construido en un material completamente suave de un color blanquecino. Corriendo a través del túnel había una amplia senda del mismo material del mismo color que desaparecía en la distancia. A pesar de que no se veían lámparas, el túnel y el camino estaban brillantemente iluminados.

Debido a alguna razón, mi mente estaba al tanto que ésta era la entrada a los Cielos. Mientras intentaba proseguir a través del camino, encontré que no lograba avanzar, como si una barrera invisible bloqueara mi paso. Desconcertado, miré en torno a mí sin poder ver nada más que el túnel y el camino. Entonces, desde arriba mío y desde mi derecha, vino una voz que era inequívocamente etérea. Dijo, con una voz clara, resonante: ‘No es hora todavía’.

La senda se desvaneció de pronto y me hallé de vuelta en mi sala de hospital con el mismo dolor aplastante de cabeza que continuó durante muchas horas. Mucho más adelante, supe que el dolor de cabeza era por un accidente vascular cerebral; un coágulo de sangre en el cerebro. Me asustó que la primera cosa de la que me apercibí después del accidente vascular era que no podía leer ninguna de las palabras que aparecían en la pantalla de televisión de mi habitación. Todo parecía haber sido escrito en idioma Klingon. La pérdida de la capacidad de leer es aparentemente un resultado común de un accidente cerebrovascular. Lo siguiente de lo que me di cuenta fue que no podía recordar nada de lo que había ocurrido dentro de los últimos minutos, horas o días. Desconocía en que día, mes o año estaba. No lograba recordar los nombres de mis hijas ni sus cumpleaños. Los días siguientes, descubrí más cosas, como la negación de mi pierna derecha a caminar. Podía sólo llegar a la salita de estar arrastrando mi pierna derecha detrás mío. Tampoco lograba hablar con claridad. Mi discurso era mascullado e indiferenciado. Mi escritura a mano era un garabato ilegible. Los médicos en última instancia, me informaron que el ataque había afectado las conexiones con mi cerebro de todo al lado derecho de mi cuerpo, incluyendo mi pie, pierna, brazo, mano, ojo derechos y (lado derecho de la) boca. Tuve que re-aprender otra vez a caminar , hablar, escribir a mano y a leer. La escritura a mano, debido a que involucra la coordinación de muchos músculos del brazo y de la mano, fue particularmente lenta de re-aprender.

Mientras tomaba conciencia de estos desarrollos, muchos médicos estaban furiosamente intentando determinar qué había causado el ataque y cómo lo harían para tratarlo. Finalmente, al tercer día, un doctor de visita, quien era un personaje verdaderamente inusual, anunció triunfante que él ya lo había resuelto. Yo tenía una endocarditis infecciosa, una infección bacteriana de una válvula del corazón. La infección, que todavía estaba arrasando, había hecho que una porción de la válvula cardíaca se desprendiera y ascendiera por la corriente sanguínea, para alojarse en el cerebro. Él dijo que yo había probablemente tenido esta infección durante algún tiempo ya, lo cual explicaba por qué había yo bajado tanto de peso y finalmente había colapsado en la oficina del Médico.

Se necesitó un intensivo régimen de antibióticos. Los antibióticos eran continuamente bombeados intravenosamente dentro de mi corriente sanguínea durante dos y media semanas. Cinco áreas diferentes de mis brazos fueron usadas y las marcas de punción duraron semanas. La experiencia fue agotadora.

Para mantenerme acompañado, tuve toda una serie de compañeros de habitación durante mi prolongada estada hospitalaria. El primero era un hombre de apariencia local a quien se le había amputado un dedo del pie debido a escaso flujo de sangre a su pie. Sus pies estaban negros hasta sobre sus tobillos. Su cabeza estaba permanentemente inclinada hacia abajo, lo que me llevó a preguntarme cómo podía él ver televisión, la que se encontraba alta, arriba en el techo. Mi siguiente compañero de habitación había sido víctima de heridas de puñal que había recibido durante una pelea. Tenía dos grandes líneas de puntos en su pecho. Tampoco tenía dedos en un pie, debido a la lepra. Después de un par de días, tuvo un cambio para peor, lo cual en un momento, atrajo la atención de siete enfermeras, quienes lo trasladaron a cuidados intensivos. Nunca escuché sobre él otra vez.

Mi tercer compañero de pieza tenía dificultad para respirar y estaba conectado a un tubo de oxígeno. Él le contaba a cualquiera que lo escuchara, que se había quedado atascado en un embotellamiento de tránsito durante muchas horas. Había inhalado vapores de escapes de gases durante tanto tiempo que él no lograba respirar. Se quejaba a su doctor de que su desorden respiratorio había sido estudiado y re-estudiado ya tantas veces que él ya no iba a permitir más pruebas. Él se quejaba de que su enfermera no era simpática y consiguió que se la remplazaran. Por haber rechazado tratamiento, abandonó el hospital al día siguiente. Mi último compañero de habitación apareció muy tarde en la noche, luego de una larga sesión en la máquina de diálisis. Lo que era destacable de él era la gran cantidad de ropajes y posesiones que lo acompañaban, como si el hospital fuera un segundo hogar. Las enfermeras fueron todas muy gentiles y trabajaban muy duro mientras se hacían cargo de los pacientes. Algunos pacientes se encontraban en tal dificultad que ellos gritaban o lloraban toda la noche. Las enfermeras cumplían extremadamente bien con todas estas dificultades.

Había monjas que tres veces a la semana visitaban a cada paciente. Yo esperaba con ansias sus visitas ya que ellas eran positivas y nos consolaban y cada paciente obtenía su propia oración personal.

La experiencia fue agotadora, pero aun así, muy cautivante. Mis compañeros de pieza y sus enfermedades fueron fascinantes aunque un poquito aterradores. Los problemas serios a partir de la diabetes eran más prevalentes de lo que yo me imaginaba. El doctor que probablemente había salvado mi vida al diagnosticar la endocarditis era un personaje animado que de manera exuberante exclamó a mí más de una vez que yo casi ‘me había muerto’. Puede que haya tenido suerte de haberme desplomado dentro de un hospital, pero fui aun más afortunado de que este doctor haya estado de visita y haya expresado interés en mis achaques llegando a desafiar el diagnóstico. Las visitas de las monjas fueron refrescantes y me llenaban de ánimo. Y mi visita a la Entrada de los Cielos no será fácilmente olvidada.

Esto aconteció en 2004.